//Por Antonela Bortolus
La otra noche me bajé del 87 en Chacarita, venía de la casa de una amiga y como no venía el 110 me tomé el otro para acercarme a casa. En el bondi había una pareja y dos tipos en el fondo que tenían esa mirada lasciva, punzante e invasiva que tienen muchos tipos, en muchos contextos, en muchos lugares. Pero era de noche, y me tenía que bajar en el Cementerio de Chacarita, sola. Uno es alto y lleva puesta una musculosa gris y sonríe con sorna. El otro es bajo, tiene una gorra y se pasa la lengua por los labios. Los miro, les doy la espalda y me siento.
Pienso que no me va a pasar nada, pero también cráneo planes de acción: Me puedo bajar con la pareja y pedirles de caminar con ellos hasta que pase un taxi y me suba o puedo pedirle al chofer que me espere hasta que consiga un taxi (¿Te pensás que el tipo te va a esperar, Antonela?, murmura la parte racional del cerebro); o me puedo bajar, cruzar mal la calle y pararme en la vereda de enfrente que está más iluminada, está la pizzería y hay movimiento.
Durante el viaje le voy escribiendo a mi novio que salió a cenar con los amigos. Le cuento que colectivo me tomé, donde me va a dejar y que me voy a tomar un taxi a casa. De los tipos no le digo nada, solamente voy a lograr preocuparlo y está lejos.
Los tipos hablan fuerte. Hablan de minitas, hablan de culos y de la ropa “re porno” que les trajo un amigo de no sé dónde. Se levantan, se mueven, golpean el piso con sus pies, el techo con las manos mientras se ríen guturalmente. Son los dueños del bondi. A la pareja la veo de reojo, intentan concentrarse en su conversación, sus celulares, pero creo que también están incómodos con esa presencia ruidosa en el fondo. Los siento en mi espalda, como si me respiraran los dos a la vez en la nuca y me repugna. Siento sus miradas, los veo moviéndose en el asiento, como cuando ellos me vieron a mí subir al bondi. El alto va sentado justo en el medio de la fila del fondo, el más bajo cerca de la puerta de atrás. De a momentos no gritan, susurran cosas, se ríen más bajo y vuelven a elevar el tono hablando de tetas.
Yo vengo mirando por la ventana, mirando el celular y tocándome el pelo. Me acomodo en el asiento y me vuelvo a acomodar. Siento que tengo que estar bien plantada en caso de que pase algo. Busco estabilidad en mis pies y los reposiciono. Pienso en bajarme antes, en alguna cuadra iluminada o transitada. No busco un cana, también les tengo miedo. Y mientras pienso todo esto me enojo, me enoja sentirme así, me frustra no poder caminar sola y sentirme segura. Me asusta pensar que esta es solo una noche de las muchas noches en las que puedo tener miedo en la calle, y me vuelvo a enojar.
No es la primera vez que me pasa, no es la primera vez que un tipo me violenta, no es la primera vez que un tipo se me acerca más de lo que debería, en contra de mi voluntad. Nunca voy a olvidarme del hijo de puta que estacionó un auto, cruzó corriendo la avenida de la vuelta de casa, de noche para decirme que me quería llevar a la casa a conocer a la madre “La llamo ahora y le pido que te cocine algo”, remató haciéndose el gracioso. En ese momento sentí que estaban por subirme a un auto a la fuerza. Caminé rápido y con miedo de que se meta en mi casa en la que iba a estar sola.
El bondi viene por Lacroze, dobla en Corrientes, hace unos metros y se detiene. Salto, casi por reflejo, me paro delante de la puerta del medio, lo más lejos posible de la puerta de atrás, de los tipos, de sus ojos. Miro a la pareja que no se para, el chofer nos avisa que terminó el recorrido. Los tipos me miran desde atrás, el más alto sobre todo, el de la musculosa gris. Hago un amague de bajar y ellos bajan por la puerta de atrás. Siguen mirandome, caminan para adelante y se paran en la puerta del medio, en la que yo tenía pensado bajar, para no acercarme a ellos.

Estoy parada entre el bondi, el cementerio y varias personas de sexo masculino que están fisurandola en la oscuridad de esa plaza deprimente y calurosa. En frente mío los tipos. La pareja se esfumó. El tipo más bajo me habla “Hola mami”, me dice y me mira las tetas. Me meto rápido hacia mi derecha, me protejo atrás de un árbol y camino casi corriendo para atrás del bondi (¡Cómo me gustaría saber boxeo!, me sentiría más segura),veo que viene un taxi, me tiro casi al medio de la calle y lo paro. Creo que el taxista vio mi cara de miedo, mi sensación de vulnerabilidad. Odio la vulnerabilidad. Me subo rápido, le digo que voy hasta Honorio Pueyrredón y Remedios de Escalada de San Martín mientras trabo la puerta. El taxi avanza un metro y lo frena el semáforo justo en la parada del bondi. Tengo el celular en la mano y lo miro cuando veo que los tipos me siguen mirando. Uno dice algo pegándose casi al vidrio, el otro hace un gesto obsceno. Los odio.
Llego a casa y le digo a mi novio que le mandé mil mensajes porque había dos tipos en el bondi que me daban miedo. Me pregunta si estoy bien, le miento que si. No estoy bien, el corazón me late a mil, y me tiemblan las manos, estoy enojada y tengo miedo.
Tengo miedo porque sé que la estadística nacional de delitos en Argentina el año pasado nos informó que hay 50 ataques sexuales por día y que durante 2015 se observaron 3746 violaciones.
El acoso en los medios de transporte es una problemática que las mujeres enfrentan en varios países del mundo. México, Brasil, Japón, Taiwán, Egipto, Malasia e India implementaron desde la década del noventa, transportes exclusivos para mujeres y en muchos casos, conducidos por mujeres. En Argentina, en el año 2016, la legisladora porteña Graciela Ocaña presentó un proyecto de ley para que las formaciones de la red de subterráneos de la Ciudad cuenten con vagones exclusivos para mujeres.
Medida que no tardó en generar polémica, básicamente porque nos aislaban como si fuésemos pacientes cero a punto de transmitir una pandemia. Mujeres, únicas culpables de lo que los hombres les hacen. ¿Si lo tipos me mataban, me violaban, me manoseaban, iba a ser culpa mía porque estaba sola en Chacarita de noche? ¿Porque no me gasté el aguinaldo en un taxi puerta a puerta?.