/Por Malena Costamagna Demare
El ocho de marzo en España fue frío y gris. A las siete de la mañana hacen exactamente cuatro grados y lo único que tiene en común con las manifestaciones porteñas en Argentina es que como siempre, nos llueve. “Es como si la tierra llorase por nosotras”, le dije a Amaia, la profesora más feminista que me tocó en el intercambio estudiantil que estoy haciendo acá, en Navarra (Nafarroa).
“Necesito este día”, le escribí a una amiga. Una semana antes lloraba en la cama de la residencia, a once mil kilómetros de mi casa, cuando me enteré de que dos personas que conocía, junto a cuatro tipos más, habían violado a una mujer. La rompieron en un auto en el que había estado yo. En un barrio que queda al lado del mío. Personas con las que también me fui de joda, que también cuidé cuando estuvieron enfermas. Tuve que desinstalar Instagram, tuve que obligarme a seguir la rutina de bajar el ascensor, ir a clase, mover los dedos en la computadora y volver porque sino, tenía miedo que me pase como a Alex (Margaret Qualley) de la serie Las cosas por Limpiar y que me trague un sillón más negro que la noche. Mis amigos eran violadores. Sabía que nunca iba a poder recordar las partes de mi vida donde ellos aparecieron de la misma forma. Era mi peor miedo: no le pasaba a otra, esta vez era yo.
Con los pies firmes y enojado sobre el ocho de marzo, nada era como en Buenos Aires. Pamplona (Iruña) es la capital de la Comunidad Foral de Navarra (Nafarroa), tiene casi doscientos mil habitantes y dos grandes universidades: la pública (UPNA) y la privada (UNAF). La ciudad tiene menos habitantes que el barrio de Palermo (226.000) y acá, las calles no se cortan hasta una hora antes de la marcha. No hay huelgas generales y existen quienes viven el #8M como un día igual a cualquier otro.

La Universidad Pública de Navarra (UPNA), que de por sí lleva una vida política estudiantil que pasa desapercibida, con más silencios que palabras de aliento de parte del decanato, tiene carteles políticos y afiches con convocatorios perfectamente ordenados. Para ellos existe un espacio delimitado. Detrás de una vitrina hay códigos QRs en vez de direcciones y para colgar cualquier papel, primero hay que pedir permiso. Y pueden no dártelo.
Los pasillos no se pintan de verde y violeta como la Universidad de Buenos Aires. No hay centro de estudiantes, no hay paro general ni en la ciudad ni en las universidades. En algunas clases de la Universidad Pública juntan firmas para convocarlo y en otras, nada.
No se para. No se irrumpe. No se indignan. No se golpea. No se reacciona. No pasa nada.
Hay dos organizaciones feministas en la UPNA: Akelarre (que es una palabra que viene originalmente del euskera, el idioma local y se dice que el más antiguo de Europa) y Talde -que quiere decir grupo- Feminista. Ambas se manifestaron en la plaza en frente a la biblioteca, pero fueron las últimas las que convocaron una mesa redonda donde representantes de la academia, del personal de servicios -desde el 90% de mujeres que conforma el cuerpo de limpieza hasta quienes conforman la biblioteca- y estudiantes. Como siempre, en euskera y castellano, en esa doble y filosa identidad que hace al territorio.
Maite López Flamarique es doctora y profesora del grado de Maestro en la Universidad Pública de Navarra. Por su boca se deslizaron testimonios de docentes de varios grados. Doctoras, investigadoras, mujeres importantes del mundo académico. “He recibido comentarios que un hombre no hubiera recibido, por ejemplo que la valoración de mi alumnado se debía a mi cuerpo y no a mi cerebro. Esto me lo dijo un profesor titular de mi materia en frente de todo el mundo”, contaba Flamarique sobre una colega de Trabajo Social. Considerarlas becarias cuando son doctoras, el mansplaining, la agresividad, la descalificación de mujeres jóvenes en cargos altos y lecciones que “obligaban a responder con tensión siempre en el rol de buena alumna” son solo algunos de los ejemplos que mencionaba la docente vocera de los testimonios invisibles, de muy reales compañeras.
En la sala de la asamblea éramos más o menos veinticinco personas. En el mural del fondo estaban Sophie Scholl, Ghandi y Aminetou Haida. Me acordé de lo que me contaron de Ghandi, que a la noche le gustaba dormir con dos niñas desnudas, entre ellas Manu, su sobrina, para ejercitar su autocontrol. Entre los que estábamos presentes, solo había dos hombres. Y uno, me comentó una profesora, estaba medio obligado por ser alumno de una de las disertantes. “¿Qué podemos esperar que cambie si ni siquiera nos escuchan?”, pensaba. Tampoco estaba segura si habían invitado a más varones a participar. Ese es un punto fundamental que creo tenemos que cambiar: que ellos se sienten del otro lado. Que escuchen y no interrumpan. Que se enteren y que en el mejor de los casos, no repitan. Sin enseñarles como madres piadosas, sin obligación, pero que en ciertas asambleas, estén. Para mi, que soy argentina, ya es normal que los hombres respeten las marchas como espacios de mujeres y disidencias, pero en las actividades, ¿qué más importante que quienes van a ser los futuros docentes, doctores y decanos -que además van a ganar más que nosotras y van a tener más presencia en los puestos de poder- sepan lo que nos pasa? Se enteren de lo que los hombres de la academia hacen. Cuando salimos con mi docente preferida, le conté la reflexión. “Al final somos siempre las mismas”, me contaba Amaia, “las mismas y yo”, pensé.
A las ocho de la noche, el panorama era otro. No voy a mentir: me sentía una impostora. Una de las cosas más difíciles de vivir como sudamericana en Europa, especialmente cuando viniste sola, es sentirte todo el tiempo como la distinta. Caminando las angostas calles de la parte vieja de Iruña, vestidas de verde de la cabeza a los pies, mis compañeras chilenas y yo hablábamos de la Patria Grande y armábamos cigarrillos. Yo estaba a un paso de Velma de Scooby Doo y a dos de Bellota y durante toda la marcha, fui un punto verde entre hormigas negras. La marcha en Iruña era como muchas otras cosas en la ciudad: ordenada.
En la policía, que seguía al final de la muchedumbre como la cola de un pescado, sí había colores; verde para la Guardia Civil, azul para la Policía Nacional y rojo para la Foral. En el Estado español hay ley y castigo. Entre las compañeras se contaba la misma historia, la de una docente que de camino al trabajo pasó por la manifestación y hoy puede ser condenada a quince meses de prisión por “atentado contra la autoridad”. Basta que pase algo así para que nos parezcamos. Durante todo el día, compañeras recaudaron fondos para su defensa y en los escenarios más altos de la marcha, se escuchaba su nombre: “Ainhoa, mujer trabajadora, amatxo, compañera, hermana”. Pero las consecuencias de la opresión siempre son las mismas y es acá donde me siento verdaderamente subalterna; nunca le tuve tanto miedo a la policía.
La noche se había despejado y el camino a la marcha lo hicimos en el aire. En la plaza no había colores y nunca había visto tantos hombres en una marcha feminista. Algunos mayores con chapelas (las boinas vascas, algunas muy parecidas a las nuestras), otros jóvenes y otros con niños de la mano. Había seriedad, silencio, camperas abrigadas y como isletas en un mar que caminaba, había alguna que otra risa, algún grupo humano que había llevado un parlante. Pero faltaba la alegría. Faltaba sin dudas, la fiesta feminista. Me faltaban los abrazos, la risa, la cerveza, los colores y el glitter. No encontraba las rondas de amigas y me preguntaba, mientras escuchaba las marcadas “k”s y “x”s del euskera, si la fiesta feminista que siempre viví en Argentina sería la misma si la abriénsemos a los hombres, con chapela o sin chapela. En la marcha faltaban cosas pero había otras: mujeres de otras etnias, pedidos por Palestina, por Ucrania, por mujeres desaparecidas que aparecían en carteles levantados, con sonrisas y hijabs en la cabeza. También una banda abolicionista muy marcada, que en un momento pasó cerca de donde yo estaba y un hombre les gritó “¡terfs!” y se agachó rápido. Para mi sorpresa, no pasó nada. No entiendo cómo funciona la no-confrontabilidad en esta tierra.
En el escenario, a los pies de una gran estatua frente a la Plaza del Castillo, mujeres hablan en un micrófono en castellano y en euskera. Alba es médica y tiene unos rulos rojos que le coronan la cabeza. Es parte de la Plataforma “Ocho de Marzo” y me hablaba gritando por sobre la música, como si todavía sostuviera un megáfono; “queremos un sistema público de cuidados, queremos que se elimine la ley de extranjería, queremos un sistema que ponga la vida en el centro. Queremos acabar con este sistema que nos jode y que nos aprieta”.
Aunque en Pamplona no haya la misma cantidad, colores u organización que tenemos en Buenos Aires, Alba habla de la unión del movimiento feminista a nivel local, “los colectivos estamos en Iruña y en Nafarroa con un proyecto político común. El movimiento feminista está vivo, más vivo que nunca”.
Que yo sepa, no hubo ningún robo. Ningún grupo de pibas persiguió a un chorro por la calle -como me comentó una compañera que pasó sobre la 9 de Julio- ni tuvieron que pedir silencio desde lo alto del escenario para decir que se encontraron unas llaves con un llavero con el escudo de Boca o un DNI que empieza con 42.
Cuando terminaron de hablar las últimas compañeras, otras se pusieron a cantar. Después, pusieron música y media hora más tarde, en la plaza donde antes habían tres mil personas, solo quedaban un puñado de muchachos y muchachas bailando una música que se apagaba. Seguramente no es lo mismo que en Barcelona o en Madrid, pero definitivamente no hay nada como nuestro movimiento feminista. Con su ira, su fiesta y su irreverencia. Y es verdad que me faltó ese calor del asfalto porteño y ese olor a choripán, pero me di cuenta de una cosa. Hay muy pocas fechas por las que se movilice a nivel mundial. Y esta es una de ellas. Aún lejos de casa hay compañeras y no hace falta más que eso para hacer nuestra propia fiesta y secarnos las lágrimas en el baile, tomando cerveza de latas o en esa especie de cantimploras vascas, las zatoak, gritando o charlando, abrazando a una desconocida. Que para llorar, ya tenemos bastante.