// por Dalia Cybel.
En este momento contar que mi abuela murió de covid19 es casi como decir que el perro se comió la tarea. Tal vez por eso decidí no contárselo a casi nadie, no quería ver las caras de lástima por streaming o en un zoom que cada 40 minutos se corta, como si se tratara de una obra de teatro con intervalos. Aunque no le dije a nadie, algunos se enteraron, de ellos recibí el cariño lejano, en forma de whatsapp o de mensaje directo. No sentí nada porque en este momento las letras del teclado duelen como pedacitos de vidrio sobre las yemas de los dedos, solo solidifican la lejanía que -férrea pero inútilmente- el Internet busca diluir.
Después está lo real. Que mi bautismo de fuego en un cementerio haya sido mientras se incendia el mundo resulta irónico. En los últimos siglos la humanidad nunca estuvo tan conectada con la muerte, pero ahora mientras una pandemia se extiende por el mundo, el cementerio parece inútil, como si hubiera caído en desuso.
El entierro fue el lunes por la mañana. En el cementerio de la Tablada las lápidas formaban avenidas de difuntos por entre las cuales dos hombres totalmente cubiertos con trajes de plástico caminaban torpes. A través de una ranura a la altura de los ojos se distinguían algunos centímetros de piel . Parecen reptiles mudando su piel pensé. Me imagino que de tanto levantar cajones ya deben tener el cuerpo curtido. A fuerza de repetición han aprendido la manera de balancear el peso muerto, de mantener el equilibrio con kilos de piel y huesos encima. A fuerza de repetición – o costumbre- el cementerio se convirtió en su oficina.
Cuando alguien muere, algo del tiempo se distorsiona, los recuerdos lejanos cobran nitidez y el futuro se vuelve incierto. Creo que por eso existe el ritual del álbum, la necesidad de buscar cualquier registro de la persona en un placard, dentro de un libro, en el cajón de las medias; como si algo de esa presencia quedara impregnada a los objetos, como si se pudiera generar un simulacro espontáneo.
Pero ¿cómo se modifica el tiempo después de cuatro meses de encierro en un loop de planes frustrados y calendarios vacíos? ¿Cómo se besa en la frente a un metro y medio de distancia? ¿Se pueden congelar lágrimas cómo óvulos que después – cuando abrazar vuelva a ser un lugar seguro- se van a desfrizar?
Durante la festividad judía de pesaj las familias tienen la costumbre de esconder una matza – el pan sin leudar- para que los más chicos de la familia la busquen. El primero que la encuentra se gana un premio y se consagra por encima de sus compañeros. A este ritual se lo llama el aficoman. Ahora que se murió mi abuela entiendo que esa es la mejor imagen de un duelo, gente buscando luz en los rincones. El aficoman.
El zoomtierro fue idea de mi primo. Cuando de por sí uno tiene la familia disgregada resulta común ese intento burlón de acercar la lejanía. Había tres países en un solo monitor, lo que no es poco decir. Como los 13 comensales no entraban en la pantalla completa me fijé en el chat que estuviesen todos, los listé en mi cabeza uno por uno esperando mi turno para hablar. La ceremonia fue ordenada, todos tomaron la palabra, es decir activaron sus micrófonos y dijeron pocas frases, por suerte era en Meet que no se corta. No hubo flores ni masitas como le hubiera gustado a mi abuela. Tampoco hubo café como en todo los entierros de las películas. Había fibra óptica de regalo y notificaciones en el celular. Cuando terminó pensé que debería haberlo grabado. En algún momento alguien podría usarlo de insert para una película de terror. Volver al futuro, o nunca irse.
Los 92 años de mi abuela en ese momento parecían entrar en un disco duro, en una cuadrícula donde los cuerpos pierden escala, se traban, se pixelan, se diluyen, como el suyo.
Al apagar la cámara me di cuenta que no tenía a dónde regresar, porque nunca me había ido. No había calles grises con lluvia como en las tragedias yanquis. No había ningún bar donde entrar emborracharme, ninguna bolsa de basura que patear, ni siquiera podía ir a cogerme ningún ex, no había espacio físico que contuviera el duelo. Solo vi la pared y llore. A veces pienso que estamos encerrados en una olla a presión aguardando que la pandemia siga o nos pase por encima.
Ella, ahora, es la única libre
ahí afuera.
Lindo y triste
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